He visto el amor rondando los parques, entrelazados ausentes, como si nada importara; lo vi resuelto a someter cuerpos, reducirlos a pieles desnudas, osadamente desnudas. Se arrastraba tras los árboles, se dejaba llevar en andas, en cuclillas o mansamente caer en la hierba; chorreaba estaciones, cualquiera, todas juntas. Florecía en tréboles, entre piernas de enredaderas, senos rosados, rosados como la juvenil vergüenza que ausente se desprendía de pudores sobre la hierba o sobre otro cuerpo verde, verde de besos, de colibríes alborotados sorbiendo polen fresco. Lo he visto refugiarse en la sangre del fuego transpirando aromas, alelado de axilas, dormirse luego, relajarse y volver a ser pudores cómplices. Y he visto un amor atardecer, refugiarse absorto entre distancias sin laureles ni boletos, subyaciendo en la gris mansedumbre de los días como la noche que inevitablemente nace para morir en silencio; como todas las rotas margaritas.